Como recordaba el Papa, el cielo tiene un corazón: el de la Virgen María, que fue llevada en cuerpo y alma junto a su Hijo para siempre.
Los últimos años de María sobre la tierra —los que transcurrieron desde Pentecostés a la Asunción—, han permanecido envueltos en una neblina tan espesa que casi no es posible entreverlos con la mirada, y mucho menos penetrarlos. La Escritura calla, y la Tradición nos hace llegar solamente ecos lejanos e inciertos. Su existencia transcurrió callada y laboriosa: como fuente escondida que da aroma a las flores y frescura a los frutos. Hortus conclusus, fons signatus ( Ct 4, 12), le llama la liturgia con palabras de la Sagrada Escritura: huerto cerrado, fuente sellada. Y también: manantial de aguas vivas, arroyos que bajan del Líbano ( Ibid ., 15). Como cuando estaba junto a Jesús, pasó inadvertida, velando por la Iglesia en sus comienzos.
Es cosa clara que vivió, sin duda alguna, junto a San Juan, pues había sido confiada a sus cuidados filiales. Y San Juan, en los años que siguieron a Pentecostés, moró habitualmente en Jerusalén; allí lo hallamos constantemente al lado de San Pedro. En la época del viaje de San Pablo, en vísperas del Concilio de Jerusalén, hacia el año 50 (cfr. Hch , 15, 1-34), el discípulo amado figura entre las columnas de la Iglesia ( Gal 2, 9). Si María estaba aún a su lado, debería rondar los 70 años, como afirman algunas tradiciones: la edad en que la Sagrada Escritura cifra la madurez de la vida humana (cfr. Sal 89, 10).
Pero el puesto de María estaba en el Cielo, donde su Hijo la esperaba. Y así, un día que permanece desconocido para nosotros, Jesús se la llevó consigo a la gloria celestial. Al declarar el dogma de la Asunción de María, en 1950, el Papa Pío XII no quiso dirimir si la Virgen murió y resucitó enseguida, o si marchó directamente al cielo sin pasar por el trance de la muerte. Hoy día, como en los primeros siglos de la Iglesia, la mayor parte de los teólogos piensan que también Ella murió, pero —al igual que Cristo— su muerte no fue un tributo al pecado —¡era la Inmaculada!—, sino para asemejarse más completamente a Jesús. Y así, desde el siglo VI, comenzó a celebrarse en Oriente la fiesta de la Dormición de la Virgen: un modo de expresar que se trató de un tránsito más parecido al sueño que a la muerte. Dejó esta tierra —como afirman algunos santos— en un transporte de amor.
"LOS APÓSTOLES —EXCEPTO SAN-TIAGO EL MAYOR, YA MÁRTIR, Y TOMÁS, QUE SE HALLABA EN LA INDIA— SE CONGREGARON EN JERUSALÉN PARA ACOMPAÑARLA EN SUS ÚLTIMOS MOMENTOS. Y UNA TARDE SERENA Y BLANCA CERRARON SUS OJOS Y DEPOSITARON SU CUERPO EN UN SEPULCRO".
Los escritos de los Padres y escritores sagrados, sobre todo a partir de los siglos IV y V, refieren detalles sobre la Dormición y la Asunción de la Virgen basados en algunos relatos que se remontan al siglo II. Según estas tradiciones, cuando María estaba a punto de abandonar este mundo, todos los Apóstoles —excepto Santiago el Mayor, que había sufrido martirio, y Tomás, que se hallaba en la India— se congregaron en Jerusalén para acompañarla en sus últimos momentos. Y una tarde serena y blanca cerraron sus ojos y depositaron su cuerpo en un sepulcro. A los pocos días, cuando Tomás, llegado con retraso, insistió en ver el cuerpo de la Virgen, encontraron la tumba vacía, mientras se escuchaban cantos celestiales.
Al margen de los elementos de verdad contenidos en estas narraciones, lo que es absolutamente cierto es que la Virgen María, por un privilegio especial de Dios Omnipotente, no experimentó la corrupción: su cuerpo, glorificado por la Santísima Trinidad, fue unido al alma, y María fue asunta al cielo, donde reina viva y gloriosa, junto a Jesús, para glorificar a Dios e interceder por nosotros. Así lo definió el Papa Pío XII como dogma de fe.
A pesar del silencio de la Escritura, un pasaje del Apocalipsis deja entrever ese final glorioso de Nuestra Señora. Una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, la luna a sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas ( Ap 12, 1). El Magisterio ve en esta escena, no sólo una descripción del triunfo final de la Iglesia, sino también una afirmación de la victoria de María (tipo y figura de la Iglesia) sobre la muerte. Parece como si el discípulo que había cuidado de la Virgen hasta su marcha al cielo, hubiera querido dejar constancia —de una manera delicada y silenciosa— de este hecho histórico y salvífico que el pueblo cristiano, inspirado por el Espíritu Santo, reconoció y veneró desde los primeros siglos.
Y nosotros, impulsados por la liturgia en la Misa de la vigilia de esta fiesta, aclamamos a Nuestra Señora con estas palabras: gloriosa dicta sunt de te, Maria, quæ hodie exaltata es super choros angelorum : bienaventurada eres, María, porque hoy fuiste elevada sobre los coros de los ángeles y, juntamente con Cristo, has alcanzado el triunfo eterno.
J.A. Loarte